En este día de gran júbilo, elevo mi corazón en acción de gracias a Dios por permitirnos celebrar, la presencia materna de Nuestra Señora de Guadalupe, Estrella de la Evangelización y Consoladora de los pueblos de esta tierra bendita. Su imagen sagrada, impresa en el manto del Tepeyac, sigue siendo fuente de esperanza, unidad y ternura para millones de sus hijos, que la reconocen como Madre y Reina.
A los pies de la Guadalupana, recordamos que María siempre se hace cercana a quienes sufren, a quienes buscan consuelo y a quienes anhelan paz y justicia. Ella escucha el clamor de los pobres, anima a los jóvenes, fortalece a las familias y sostiene la fe de todos aquellos que confían en su intercesión. Con su palabra “¿No estoy aquí yo, que soy tu Madre?”, recuerda a cada uno de ustedes que jamás están solos en el camino de la vida.
En este momento particular de la historia de México, invito a todo el pueblo a contemplar el ejemplo de la Virgen de Guadalupe: la Madre que promueve la fraternidad, que genera reconciliación y que abre caminos de esperanza donde hay divisiones y heridas. Que su presencia inspire gestos concretos de solidaridad, diálogo y paz entre comunidades, familias e instituciones.
Pido también que, bajo su mirada compasiva, todos los mexicanos renueven su fidelidad a Cristo, luz que nunca se apaga, y se conviertan en testigos de un Evangelio que dignifica a la persona humana, valora la vida y promueve el bien común.
Con afecto paternal, concedo a cada uno de ustedes mi bendición apostólica. Que el Señor los fortalezca en su fe y que la Santísima Virgen de Guadalupe siga siendo para México un signo constante de amor, protección y unidad.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 12 de diciembre, en la solemne celebración de la Fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, del año jubilar del Señor 2025, primero de mi pontificado.

